La victoria del republicano Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses arrastró como un dato sobresaliente la existencia de las llamadas “fake news” o noticias falsas. Supuestamente, la proliferación de estas “fake news” en las redes sociales por parte de los republicanos – o de un sector duro de ellos – tenía como finalidad esparcir noticias que desprestigiaban a los candidatos demócratas, a figuras del ideario progresista (“liberal“), o bien a los “blancos” del discurso de Trump (hispanos, musulmanes, etc.). El sitio de noticias que estuvo – y está en el tapete – es Breitbart News, el mascarón comunicativo del sector denominado “derecha alternativa” (Alternative Right o Alt Right). Mucho se ha escrito sobre el tema. Desde el momento que la proliferación de estas noticias falsas afectan las condiciones en que un ciudadano toma sus decisiones en el contexto de una sociedad democrática, se ha intentado subsanar el problema. Una de las vertientes es identificar a las así denominadas “fake news“. Así, un visión “optimista” asume que hay pasos para tratar de chequear si la noticia es creíble: que el medio sea reconocido por su calidad periodística, que figure el nombre del autor del artículo, si la calidad del dieño de la página online es sólida, si hay perspectivas contrapuestas en el artículo, por citar algunos recomendables. Otra vertiente “optimista”, pero de caracter activo plantea minar de base la economía de los sitios de noticias falsas. Una estrategia para ello es hacer capturas de pantalla donde el banner del anunciante esté junto a la noticia falsa, preferentemente donde el margen de duda de incitación al odio sea mínimo; luego, enviarla imagen de la empresa o difundirla por redes sociales cosa que afecte el valor de marca de la misma. Esto supone un grado de activismo no menor en el cual difícilmente ingrese el ciudadano corriente. En Estados Unidos lo realiza el grupo activista Sleeping Giants. Las versiones “pesimistas” pasan por considerar que el supuesto iluminista de una sociedad democrática que permita la emancipación de sus ciudadanos a la Jürgen Habermas, es sólamente considerable en el plano normativo, pero que es extremadamente improbale de ser reconocible en una sociedad done los grupos se apretujan entre sí para imponer al juego mazos de cartas marcadas. Esta perspectiva plantea si hemos llegado al fin del periodismo “profesional”, ya que el flujo de la comunicación está marcado inexorablemente por la adscripción partidaria, lo “militante”, lo “partisan“. Estaríamos en el mundo de la posverdad, donde toda afirmación es cuestionable, donde no existe condiciones de diálogo ya que todo enunciado en definitiva puede no ser cuestionado. Es el mundo Humpty Dumpty – el huevo parlanchín sentado en su muro –, donde lo que prima quien es el que da sentido a las palabras del Jabberwocky. Así, no hay enunciado que tenga autoridad a partir de cierto marco de normas producto de un nivel apreciable de consenso ni grupo legítimo que pueda sostener una argumentación: cualquier cosa es falsa y no lo es, ya que no hay patrones consensuados para contrastar lo afirmado. Todo “hecho” puede reclamar la postulación de su “hecho alternativo”, casi como una partícula puede tener su antipartícula, poniendo bajo tensión los límites del pluralismo político.
En la Argentina comienza un año electoral. En vista de lo “exitoso” del experimento comunicacional implementado por Donald Trump, no sería extraño el desembarco masivo de sitios que traten de implementar algo semejante en las Pampas. El conflicto reciente en torno al Conicet permitió confirmar que las redes sociales no son paraísos idílicos comunicativos, sino que los grupos organizados están presentes tanto en las redes como en las calles (la asimetría en el uso de Twitter en la Argentina ya fue planteado oportunamente en un artículo de Mariano Ure y Martín Parselis). Por lo tanto, no es de extrañar a que en las discusiones políticas de este año que comienza asistamos a la proliferación de sitios, encuestas, “centros de estudios” y perfiles opacos de redes sociales cuyo objetivo será esparcir “noticias truchas” para descalificar adversarios y empastar el debate político, si es que logramos que este pueda al menos esbozarse.
En la era de la posverdad quien importa es aquel quien fija las reglas